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Chapter 36 - CAPITULO 1

El tiempo había transcurrido con la misma majestuosidad con la que los astros cruzaban el firmamento. En el corazón del vasto mundo de Runaterra, Quetzulkan vivía una vida de calma relativa, una existencia marcada por la fuerza de su amor y la devoción que compartía con sus dos compañeras Zoe y Vex.

 

Desde su victoria en la Ciudad del Sol, el destino de Quetzulkan había dado un giro hacia la estabilidad. Con la sombra de la guerra disipándose por un tiempo, él y sus esposas habían podido disfrutar de algo que en el pasado parecía imposible: tranquilidad.

 

Las noches en su hogar estaban llenas de risas y conversaciones. Zoe, con su esencia juguetona y su mente inquieta, hablaba de la vastedad del cosmos y de los misterios aún por descubrir. Vex, con su sarcasmo y desinterés fingido, se acurrucaba a su lado, disfrutando de cada momento en silencio, aunque en ocasiones no podía evitar susurrar que el mundo seguía siendo un lugar tedioso… salvo cuando estaba con él.

 

A pesar de todo, un sutil anhelo comenzaba a germinar en sus corazones. Sus conversaciones a veces divagaban en torno al futuro, a la posibilidad de algo más, algo que haría su vínculo aún más profundo y eterno. Pero ninguna de las dos lo mencionaba de manera directa; solo dejaban caer pequeñas palabras, insinuaciones escondidas entre risas y caricias.

 

Quetzulkan lo percibía. Había algo en la mirada de Zoe cuando lo observaba, una mezcla de picardía y deseo. Había algo en la forma en que Vex se aferraba a él, como si quisiera asegurar un lazo que trascendiera incluso el tiempo. Pero el vastaya no dijo nada. No tenía prisa. Si ese era su destino, lo aceptaría con el mismo amor y devoción con el que había aceptado a sus esposas.

 

Sin embargo, no todo en su vida estaba marcado por la dulzura. El tiempo había cambiado muchas cosas, y entre ellas, los lazos que alguna vez tuvo con Tristana, Lulu y Poppy.

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El paso de los años —o más bien, las décadas— había erosionado la cercanía que alguna vez compartió con Tristana. La yordle artillera siempre había sido alguien impulsada por su pasión por la lucha, pero con el tiempo, esa pasión se convirtió en un propósito que consumía cada parte de su ser. Bandle City, su deber, la batalla… todo eso se convirtió en su única prioridad.

 

Al principio, Quetzulkan lo entendió. Sabía que Tristana tenía un llamado al que debía responder. Pero lo que comenzó como una dedicación cada vez mayor a su labor terminó convirtiéndose en un muro que los separó por completo. Ella no miraba atrás, no buscaba revivir lo que habían tenido. Para Tristana, el amor y la compañía eran lujos efímeros, placeres pasajeros que no podían distraerla de su verdadera misión.

 

Lo mismo ocurrió con Lulu, aunque en su caso, la razón fue mucho más incierta. Ella desaparecía durante años enteros, siguiendo a su hada Pix en aventuras que solo tenían sentido para ella. Al principio, Quetzulkan intentó buscarla, pero siempre se desvanecía como si el mundo mismo la ocultara.

 

Algo no estaba bien. A diferencia de Tristana, Lulu parecía haber sido llevada lejos no por elección propia, sino por la influencia de algo más. Su inocencia y pureza habían sido siempre su mayor fortaleza, pero quizás también su mayor debilidad. Quetzulkan no pudo evitar preguntarse si Pix la había llevado a un camino sin retorno, un camino donde los lazos del pasado eran solo una carga de la que debía desprenderse.

 

Lulu no lo rechazó ni lo olvidó como lo hizo Tristana, pero tampoco volvió.

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Entre las tres, Poppy fue la única que nunca rompió por completo su lazo con Quetzulkan. Ella había encontrado en él al héroe que tanto había buscado. Pero, aunque su corazón le decía que debía estar a su lado, su sentido del deber la mantenía atada a Demacia.

 

Poppy siempre había sido leal. Sabía que Demacia aún necesitaba de su fuerza, de su martillo, de su guía. Y aunque su mente le decía que su lugar estaba en la batalla, su corazón le susurraba que su verdadero hogar estaba al lado de Quetzulkan.

 

Se debatía internamente. Podía quedarse en Demacia, luchando por una nación que apenas notaba su existencia, o podía abandonar su deber y finalmente aceptar la felicidad que tanto merecía.

 

A diferencia de Tristana y Lulu, Poppy no se alejó por completo. Pero tampoco podía acercarse del todo. Quetzulkan veía la lucha en su interior, veía la forma en que sus ojos buscaban los suyos cuando se despedían, la forma en que su mano temblaba cada vez que debía soltar la suya.

 

Ella aún no lo había decidido. Pero parecía inclinarse cada vez más hacia él.

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Las relaciones de Quetzulkan con las yordles habían cambiado. Algunas se alejaron sin mirar atrás, otras parecían haberse perdido en caminos ajenos a su voluntad. Solo una aún se debatía, aferrada a su deber, pero incapaz de ignorar lo que sentía.

 

Sin embargo, Quetzulkan no guardaba rencor. Aceptaba el destino como venía, tal como siempre lo había hecho. Su lealtad permanecía firme para con Zoe y Vex, y en su corazón no había lugar para resentimientos.

 

Pero algo en el viento susurraba que la paz no duraría.

 

Lejos de Runaterra, algo oscuro se movía en el horizonte del universo. Algo implacable, colosal, que no conocía piedad ni descanso. Un ejército diferente a todo lo que jamás había enfrentado, un imperio que devoraba civilizaciones enteras, moviéndose como una tormenta sin fin a través del cosmos.

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En una noche tranquila, Quetzulkan miraba el cielo estrellado desde la cima de su hogar. A su lado, Zoe y Vex estaban recostadas contra su pecho. Ninguna hablaba, pero ambas sentían lo mismo. Había algo en el aire, algo que hacía que incluso el infinito cosmos pareciera más inquietante de lo normal.

Entonces, ocurrió.

El cielo se torció.

Por un instante, las estrellas titilaron al unísono, pero no como un fenómeno natural. Era como si el mismo firmamento respirara, como si una fuerza desconocida estuviera tirando de los hilos invisibles de la realidad.

El aire se volvió más pesado, cargado de una energía que Quetzulkan jamás había sentido. Su piel se erizó, y un escalofrío reptó por su espalda. Era un presentimiento indescriptible, una advertencia que no podía ignorar.

Entonces, el tiempo mismo se rompió.

Por un instante, todo pareció repetirse. El sonido del viento susurrando en los árboles, la suave respiración de Zoe, el parpadeo lento de Vex. Un bucle imperceptible, como un eco del pasado tratando de alcanzar el presente.

Un chasquido resonó en la realidad misma.

El suelo bajo sus pies dejó de sentirse sólido. Las estrellas comenzaron a moverse erráticamente, como si alguien estuviera barajando las cartas del universo. El horizonte pareció doblarse sobre sí mismo, y Quetzulkan sintió que su existencia se deslizaba entre las grietas del tiempo.

No fue un ataque. No fue una invasión. Fue algo peor.

Una voluntad desconocida estaba jugando con el tejido de la realidad misma.

Zoe se giró de golpe, sus ojos brillando con la luz de incontables galaxias. Su boca se abrió para decir algo, pero en el instante en que su voz iba a alcanzarlo…

El mundo desapareció.

Quetzulkan sintió que caía. No, no era una caída. Era un desgarro.

Todo se volvió un remolino de luces, sombras y caos. La sensación era inhumana, como si su cuerpo fuera separado y reensamblado en una danza que solo los dioses podían entender.

Por primera vez en su vida, Quetzulkan no podía sentir su propia forma. Era como si hubiera sido arrancado de Runaterra y arrojado hacia lo desconocido.

Y entonces, de repente, todo se detuvo.

El frío lo golpeó.

La luz de un sol pálido iluminaba un paisaje que no reconocía. No era Runaterra.

El suelo bajo sus pies era metálico, cubierto de cicatrices de una guerra que nunca había visto. Los cielos estaban teñidos de rojo, y en el aire flotaba el hedor de la muerte y la desesperación.

Frente a él, en la inmensidad de ese mundo desconocido, se alzaban gigantes de metal y carne, envueltos en armaduras colosales, con armas que exudaban poder y destrucción. Eran guerreros como nunca antes había visto, y en sus ojos ardía la furia de mil batallas.

Quetzulkan tragó saliva.

No sabía dónde estaba.

Pero sí sabía algo.

Aquí, no había piedad.

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