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Chapter 225 - Capítulo 69: El Precio de la Información y la Furia Silenciosa

Dos días se habían arrastrado como siglos desde la brutal "negociación" con el Búho. Dos días de dolor, de la incómoda realidad de sus heridas abiertas, negándose a sanar como siempre. La regeneración Valmorth, el orgullo de su linaje, había sido traicionada.

Mientras la noche se cernía sobre Copenhague con un manto de estrellas indiferentes, el lujoso automóvil blindado de los Valmorth se deslizó por el camino privado que conducía a su imponente mansión. Constantine conducía, su rostro pálido y tenso, el dedo anular de su mano izquierda, ahora un muñón crudamente vendado, pulsaba con un dolor constante.

Hiroshi, en el asiento del copiloto, mantenía su habitual estoicismo, pero la rigidez en su postura y la forma en que su meñique mutilado se ocultaba en su palma revelaban la incomodidad. John, en el asiento trasero, era un manojo de nervios, su índice amputado una fuente de constante terror y punzadas fantasma. El olor a antiséptico y sangre se mezclaba con el opulento aroma a cuero del interior del coche.

La mansión se alzaba ante ellos, una fortaleza inexpugnable, pero para los hermanos, en ese momento, se sentía como una prisión. La Matriarca Laila los esperaba. El aire dentro del coche se volvió pesado, cargado con la expectativa de su ira.

Al entrar en el gran vestíbulo, el silencio de la mansión era casi asfixiante. Laila Valmorth, una figura imponente incluso en su inmovilidad, los esperaba de pie junto a la chimenea. Su cabello caía como una cascada de ébano sobre sus hombros, y sus ojos carmesí, tan familiares y a la vez tan alienígenas, se posaron en cada uno de ellos, evaluándolos con una intensidad penetrante.

La Matriarca, con un gesto inusual, extendió los brazos. Constantine y Hiroshi se acercaron, y Laila los abrazó con una fuerza sorprendente, un gesto que en cualquier otra familia habría sido de alivio y amor maternal. Pero en ella, era un acto de reclamación, de posesión.

—Mis hijos —murmuró Laila, su voz era un susurro gutural, casi un ronroneo de afecto posesivo. Sus manos se movieron por sus espaldas, palpando su presencia, confirmando su regreso.

Luego, su mirada se posó en John. Sus ojos se entrecerraron. John se encogió ligeramente. Laila no lo abrazó. En cambio, su expresión se torció con un matiz de desprecio, una mezcla de lástima y repugnancia que era casi más dolorosa que un golpe. Había algo en John que siempre la decepcionaba, una debilidad inherente que la Matriarca encontraba intolerable. Se limitó a asentir con la cabeza en su dirección, un reconocimiento frío y distante.

Mientras los abrazaba, la Matriarca sintió algo. Sus manos se movieron, palpando los vendajes. Los ojos carmesí de Laila se abrieron ligeramente. El rostro de la Matriarca, normalmente imperturbable, se contrajo con una furia fría que la hacía aún más aterradora.

Se apartó de sus hijos, sus ojos fijos en los vendajes de sus manos. Su voz, cuando habló, era un susurro tan gélido que parecía congelar el aire a su alrededor.

—¿Qué es esto? —preguntó Laila, su mirada se movió de la mano de Constantine a la de Hiroshi y, finalmente, a la de John. El dolor en sus ojos era un dolor de orgullo herido, no de preocupación maternal—. ¿Qué les ha pasado a mis hijos? ¿Por qué sus manos... sus manos están así?

Los tres hermanos sintieron un escalofrío. La Matriarca estaba furiosa, pero no por el dolor que pudieran sentir, sino por la imperfección, por la vulnerabilidad expuesta de su linaje.

—Madre —Constantine dio un paso adelante, su voz controlada a pesar de la tensión—. Fue el precio. El Búho... exigió un dedo de cada uno. Dijo que era su "moneda".

Laila parpadeó, su mente procesando la información. Sus ojos se entrecerraron en un brillo peligroso. El Búho. Ese informante elusivo. Su voz se volvió aún más letal.

—¿Y se atrevió? ¿A mis hijos? ¿A la sangre Valmorth? —Su ira no era un arrebato, sino una tempestad contenida, una promesa de retribución. Se dirigió al comunicador en la pared con una decisión implacable—. Yusuri.

Yusuri apareció en el vestíbulo con su habitual eficiencia silenciosa, su rostro inexpresivo. Laila lo miró, y su voz no dejó lugar a dudas.

—Yusuri —ordenó la Matriarca—, esta misma noche. Encuentra al Búho. Y que pague. Que pague por la afrenta a mi linaje. Que cada uno de sus huesos se rompa lentamente, uno por uno, por cada pulgada de mis hijos que ha osado mutilar. Tráemelo.

Constantine y Hiroshi intercambiaron una mirada de alarma. La Matriarca estaba cegada por la furia, actuando por impulso, algo raro en ella.

—Madre, espera —dijo Constantine, dando un paso adelante, su voz urgiendo cautela—. Con todo respeto, sería en vano.

Laila giró su cabeza, sus ojos carmesí brillando con peligrosa intensidad. —¿En vano? ¿Qué tonterías dices?

—El Búho es... elusivo, madre —intervino Hiroshi, su voz tranquila y analítica—. Siempre cambia de paradero. Incluso de país. Sus "palomas" son sus ojos y oídos por todo el mundo. No hay forma de rastrearlo tan rápido, y mucho menos de capturarlo antes de que desaparezca de nuevo. Sería una pérdida de recursos.

La Matriarca los miró fijamente, su ira luchando contra la fría lógica de sus hijos. Sabía que tenían razón. El Búho era un fantasma, una red de información que operaba en las sombras, y su venganza debía ser calculada, no impulsiva. Pero el dolor de la afrenta era profundo.

Laila respiró hondo, su furia controlada, pero no extinta.

—Muy bien —dijo finalmente Laila, su voz áspera—. Tienen razón. La venganza es un plato que se sirve frío, y con una preparación impecable. Por ahora, debemos concentrarnos en lo que importa.

Se dirigió a los tres. —Mañana. Mañana hablaremos con más calma. Y quiero todos los detalles sobre su hermana. Dónde creen que pudo haber ido, cada pista, cada posibilidad. Esto no es un juego. Hitomi debe regresar a casa.

Los hermanos asintieron, aliviados de haber desviado la inmediata tormenta de ira de su madre. La Matriarca los despidió con un gesto.

—Ahora, vayan a sus cuartos. Descansen.

John, ya a mitad de camino hacia las escaleras, se detuvo cuando la voz de Laila lo llamó, teñida de un desdén particular.

—John.

El joven Valmorth se tensó, girándose lentamente para enfrentar la mirada de su madre. Sabía lo que venía.

—Nada de chicas esta semana —dijo Laila, su voz sin matices, una sentencia definitiva—. Quedas castigado. Y nada de alcohol. Ni una sola gota. ¿Me has oído?

John asintió, su rostro pálido. La idea de una semana sin alcohol, para él, era casi tan terrible como la mutilación.

—Más bien —continuó Laila, su voz gélida—, vas a pasar esta semana entrenando. Y leyendo. Quiero que cada minuto que no estés entrenando lo pases leyendo la historia del linaje Valmorth. Que entiendas la sangre que corre por tus venas, la fuerza que deberías poseer, y el precio de tu propia debilidad.

John tragó saliva, sus ojos de John se abrieron con un horror silencioso. Entrenar y leer. Para él, era un castigo peor que la tortura física. Significaba confrontar su propia mediocridad a los ojos de su madre. La falta de alcohol significaba que no podría ahogar su miseria.

Laila lo miró con desdén. —Ahora, vete.

John se retiró, arrastrando los pies escaleras arriba, con el peso del castigo de su madre y la punzada de su dedo mutilado. Constantine y Hiroshi lo siguieron, cada uno en silencio, sus propios pensamientos sobre la eficiencia de la misión y la inminente cacería de Hitomi. La mansión, una vez más, quedó en silencio, con Laila Valmorth de pie junto a la chimenea, la furia silente ardiendo en sus ojos carmesí, planeando su siguiente movimiento. El tablero de ajedrez se había vuelto más complejo, y el precio de la información, dolorosamente real.

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