Erika, Elías y los demás seguían corriendo, hasta que Frederic se detuvo de repente.
Todos se voltearon.
—¿Qué sucede? —preguntó Floiyo, acercándose.
Frederic se agachó y recogió algo grande del suelo. Sonrió, alzándolo para mostrarlo a los demás.
—Una escama de dragón —anunció, mostrando la reluciente pieza blanca.
—¿Qué? ¿Y para qué quieres eso? —Floiyo mostró impaciencia en su voz, claramente ansiosa por llegar hasta los gemelos.
—Ush, qué carácter —replicó Frederic con burla—. Digo, podríamos echarle un vistazo. Una investigación a fondo. Incluso podríamos usarla para reforzar el armamento: mejores armaduras, espadas más resistentes, pistolas más potentes.
Elías desvió la mirada, inquieto, su preocupación por sus hijos todavía latente. Erika, al notar su ansiedad, le apretó suavemente la mano, logrando calmarlo.
—Buena idea —asintió Elías—. Pero ¿no crees que una sola escama no será suficiente?
—Tienes razón...
—No te preocupes —intervino Leo, quitándole la escama de las manos a Frederic—. Cuando esto se estabilice, enviaré un equipo para analizar de qué están hechas estas escamas.
—¿Planeas replicarlas y producirlas en masa? —preguntó Elías, ladeando la cabeza.
Leo asintió con firmeza.
—¿Eso no demandará demasiados materiales? —preguntó ahora Erika, con voz temblorosa. La preocupación por los gemelos seguía oprimiéndole el pecho—. En las cavernas y montañas cercanas ya casi no queda material. Y no podemos talar los bosques que rodean el reino...
—No te preocupes —respondió Leo, tranquilo—. Hablaré con los enanos para que nos proporcionen lo necesario. Estoy seguro de que nos ayudarán. Después de todo, hemos sido un pilar para ellos en lo que respecta a recursos mágicos y pociones.
—Dices eso… pero las pociones no han progresado mucho. Desde su descubrimiento, no se ha hecho ninguna mejora significativa —replicó Elías con un tono más frío.
—Es difícil mejorar algo en lo que no eres experto. Y nuestra experta en pociones se convirtió en Sargento General… ahora está lejos.
Elías suspiró.
—Bien. ¿Podemos continuar?
—Por supuesto...
Leo guardó la escama dentro de su camisa. Y siguieron corriendo.
Mientras tanto, Lucius seguía combatiendo. Disparaba con precisión letal, matando encapuchados con tiros directos al cráneo. El suelo se cubría de cuerpos, uno tras otro.
Reginald lo observaba en silencio, desconcertado. Sabía que debía hacer algo… pero la imagen de un niño ejecutando a tantos enemigos con tanta frialdad lo dejaba en un trance del que no podía apartarse.
Gareth y Leonard luchaban a su lado, aunque el exceso de muerte comenzaba a asquearlos. Aun así, no se echaban atrás. Hacerlo significaría rendirse.
Isolde seguía en los brazos de Reginald, con la mirada clavada en su hermano. Lucius no dudaba en disparar. No dudaba en matar.
En su mente apareció la historia de su vida pasada… los asesinatos, cada uno más horrendo que el anterior. Aunque diferentes, los fantasmas de aquellos actos seguían persiguiéndolo. Y ahora, matando de nuevo, estaba acumulando más peso sobre sus hombros.
Pero lo que más la afectaba era otra cosa. Seguía viendo el cadáver de aquel hombre al que ella le había volado la cabeza. Todavía tenía su sangre manchada en el cuerpo. La escena se repetía en su mente, cada vez más vívida.
"¿¡Por qué lo hiciste!?" "¿¡Yo de verdad merecía eso!?" "¿¡Qué hay de mi familia!?"
Sombras mentales comenzaron a invadirla. Voces que no cesaban. Era una forma de tormento desconocida para ella. Tocaban fibras tan profundas que ni sabía que existían.
Cuando el trauma quiebra la mente humana, esta comienza a volverse su propio enemigo. Las imágenes se distorsionan, los pensamientos se contaminan. Los expertos lo llamaban "trastorno de estrés postraumático".
Lucius seguía disparando… hasta que la miró.
Isolde se tapaba los oídos, su rostro descompuesto por el miedo. Lucius entendió al instante. Él también había pasado por eso, la primera vez. Y eso lo enfureció.
Cargó su pistola. Sus movimientos se volvieron más veloces, más violentos. Disparó a toda velocidad, acabando con varios enemigos en segundos.
Corrió hacia Isolde. Le arrebató a su hermana de los brazos a Reginald, que apenas tuvo tiempo de reaccionar.
Se arrodilló con ella en brazos.
—Issy… Issy… Tranquila. Estoy contigo.
Isolde temblaba. Sus manos aún tapaban sus oídos, las lágrimas caían sin freno, afiladas por el dolor y el miedo.
—Yo… no quería hacerlo… Yo no quise… Él me obligó… —sollozó, encogida.
—Lo sé… lo sé… No tienes que cargar con esto sola. Estoy aquí… contigo.
Reginald los observaba, tenso. Dos encapuchados se acercaron por detrás. Él reaccionó, pateándolos a una velocidad inhumana, lanzándolos lejos. Luego se unió a Gareth y Leonard, despachando enemigos con una velocidad que ni ellos lograron seguir.
Más encapuchados llegaron. Reginald se preparó… pero, de repente, los enemigos se detuvieron. Quedaron inmóviles un instante… y entonces sonrieron.
Salieron corriendo en la dirección opuesta. Estaban huyendo.
Reginald corrió tras uno de ellos, lo sujetó por la capucha y lo estrelló contra el suelo. Cayó justo al lado de Lucius.
Este, aún con Isolde en brazos, giró la cabeza. Sujetó al encapuchado por la capucha, impidiéndole escapar.
Pero el enemigo sacó un cuchillo. Iba a clavárselo por la espalda.
Lucius reaccionó al instante. Disparó antes de sentir el filo.
El encapuchado cayó, muerto.
Lucius movió a Isolde, impidiendo que viera el cadáver.
Lucius colocó a Isolde en el suelo, lejos del lado opuesto al cadáver. Se acercó al cuerpo y levantó la capucha con cuidado, dejando al descubierto el rostro...
Y en el momento exacto en que lo hizo, su cuerpo reaccionó. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, la piel se le erizó. Sangre fresca... una mujer sin vida, el rostro aún manchado, con restos tibios brotando de la herida en la cabeza.
Los ojos abiertos, vacíos.
Lucius sintió algo que creía haber dejado atrás. Una sensación dormida, pero jamás olvidada. Aquello que lo perseguía desde su vida pasada. Cuando veía cuerpos destrozados, vísceras expuestas, sangre… y no sentía culpa.
Sentía satisfacción.
Excitación.
Sus pupilas se dilataron. Extendió la mano hacia el cuerpo, lenta, inconscientemente… hasta que los dedos estuvieron a punto de tocar uno de los pechos de la mujer muerta.
—Lucius… —interrumpió Reginald, su voz firme detrás de él.
—¿Sí? —respondió sin volverse.
—¿Qué es lo que hiciste?
—¿De qué hablas?
Reginald apretó el puño. Lo tomó por la camisa y lo levantó de un tirón.
—¿Por qué los mataste? ¿Qué te sucede? No dudaste. No pensaste. Solo disparabas… ¿Qué mierda pasa por tu cabeza?
—Hice lo que tenía que hacer… Era eso o nosotros. Tú deberías saberlo bien.
—Aun así… no debiste hacerlo. El trabajo sucio debiste dejármelo a mí. No seas idiota…
—Pero tú no lo hacías…
Lucius se justificaba. Y lo sabía. Mentía, no por los encapuchados… sino por lo que verdaderamente estaba en juego: Isolde. Su seguridad… o la destrucción de su mundo.
—¿Qué? ¿A qué te refieres con que no lo hacía?
—Nada. Olvídalo… ¿Para qué intentaste atraparlo? Y ya suéltame.
—Ah… Perdón —Reginald aflojó el agarre. Lucius se acomodó el cuello de la camisa con un gesto seco—. Pensé que sería útil hacerle algunas preguntas. Pero ya lo mataste… Igual, déjame revisar el cuerpo.
Lucius se hizo a un lado, permitiéndole el paso.
Reginald se agachó frente al cadáver de la mujer, examinándola con atención.
Mientras tanto, Gareth y Leonard se acercaron a Lucius.
—No creí verte hacer algo así —comentó Gareth, pasándose una mano por el cabello, aún algo tenso.
—A veces es mejor hacer cosas duras a que te maten. Igual, gracias por la ayuda —dijo Lucius, extendiendo la mano para un apretón amistoso.
Gareth sonrió y le devolvió el gesto.
—Esto va a ser difícil de digerir… pero creo que podré acostumbrarme.
Leonard colocó su mano sobre la de ambos.
—Hiciste lo necesario. No vamos a juzgarte. Pero… al igual que Gareth, me va a costar digerirlo. Y acostumbrarme.
—Lamento que hayan tenido que ver algo así.
—No te preocupes. En algún momento, todos tendríamos que matar. Pero… —Leonard giró la cabeza hacia Isolde, que aún temblaba en el suelo, las manos sobre los oídos—. Parece que ella no se lo está tomando nada bien…
—Yo me encargaré —respondió Lucius, con firmeza—. Prometo que antes de regresar a la academia, ella estará como nueva.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Gareth, ladeando la cabeza.
—…Porque es mi hermana —respondió Lucius, con una sonrisa leve, antes de darse la vuelta y caminar hacia Reginald.
Pero Reginald seguía quieto frente al cuerpo, como petrificado.
En ese momento, una ráfaga de viento anunció la llegada de los padres de los gemelos y el resto del grupo. Corrieron hasta los chicos y Reginald.
Erika se lanzó hacia Lucius y Elías recogió a Isolde del suelo, envolviéndola en sus brazos con fuerza.
—Dios… lo siento tanto. Lamento haberlos dejado solos… —susurró Erika, apretando a Lucius con desesperación. Él se sonrojó, pero aceptó el abrazo.
—¿Estás bien, mamá? —preguntó Lucius.
—No deberías hacerme esa pregunta, mi cielo… Esa es mi línea.
Lucius sonrió, devolviendo el abrazo con más fuerza.
Elías, por su parte, sostenía a Isolde. Dormía profundamente tras el colapso emocional.
—Debe estar agotada… —murmuró, acomodándole el cabello rubio sobre la frente—. Pero… ¿qué es toda esta sangre?
Lucius abrió los ojos de par en par. Sus padres no sabían nada. No sabían lo que él e Isolde habían hecho. Y no sabía cómo lo tomarían. No sabía cómo reaccionarían.
Aun así, sabía que tenía que decirles la verdad. No debía ocultar lo que era. No debía mentir.
Pero justo antes de hablar, Reginald se puso de pie.
—Fue mi culpa —interrumpió, con voz tensa—. Tuve que… hacer ciertas cosas para mantenerlos a salvo. Parece que la sangre los salpicó. Lo lamento.
Elías se acercó con Isolde en brazos. Sonrió, colocó una mano en el hombro de Reginald.
—Gracias, hombre. Te debo la vida.
Reginald le devolvió la sonrisa. Una sonrisa falsa… pero convincente. Luego su expresión se endureció. Miró a Leo, que estaba junto a Frederic y Floiyo.
Sin decir nada, caminó hacia él, empujando levemente a Elías al pasar. Erika, aún abrazando a Lucius, notó el cambio en su actitud y también se acercó, inquieta.
Reginald estaba actuando extraño. Pero nadie dijo nada. Porque sabían, sin necesidad de palabras, que lo que estaba a punto de decir era más importante que cualquier otra cosa.
—Su majestad… —dijo Reginald, la voz apenas temblando—. ¿Recuerda la batalla de hace quinientos años? Aquella que aparece en los libros de historia. El eje del cambio global…
—Sí… ¿qué sucede con eso, Reginald?
—Vengan conmigo —pidió, caminando hacia el cuerpo de la mujer a la que Lucius había disparado.
Se agachó y apartó el cuello de la camisa, dejando al descubierto un tatuaje: una serpiente que se enroscaba sobre sí misma.
—Vritra ha regresado.