Después del desayuno, la casa se partió como siempre en dos mundos: el mundo de los adultos, que olía a papeles, pergaminos y café amargo; y el nuestro, que olía a madera, tela y sudor de entrenamiento.
Azumi y mamá empezaron a recoger la mesa, y papá ya había vuelto a su campo de batalla de mapas. Kenji se lanzó al patio con la espada de madera que le había hecho Edu el invierno pasado. Su grito de guerra fue tan agudo que hasta los pájaros escaparon del cerezo. Zuzu los observó desde lo alto de la repisa, con una mirada que decía: esto no terminará bien.
Yo me quedé mirando por la ventana. Afuera, el cielo tenía ese azul limpio que aparece solo después de un sueño difícil. Todo parecía calmo, pero debajo de esa calma... algo se movía. Una sensación como la que uno tiene cuando va a llover, pero sin nubes. O cuando alguien te observa sin hacer ruido.
Edu apareció a mi lado con su vara de entrenamiento apoyada al hombro. Su postura relajada no engañaba a nadie. Cada músculo de su cuerpo decía que estaba despierto. Muy despierto.
—¿Vienes a entrenar? —me preguntó, con esa sonrisa suya que no era ni amable ni burlona, solo... suya.
Asentí. Ya era parte de la rutina. Si no iba, él terminaría entrenando solo hasta sangrar, y luego fingiría que se tropezó con Zuzu.
En el patio, Shizuka ya estaba lista. Llevaba una ropa más ligera, el cabello atado en una coleta alta, y los brazos vendados como si se preparara para la guerra. Su katana de bambú descansaba sobre una piedra, reluciente incluso sin ser de acero.
—¿Entrenamos tú y yo primero? —preguntó Edu.
—No —dijo Shizuka, con un tono firme—. Hoy entrenamos juntos. Los tres.
—¿Y Zuzu?
—Zuzu nos entrena a todos con su indiferencia —dije, provocando una risa baja en Shizuka.
Edu sonrió y comenzó a estirar los brazos. En silencio, casi sin pensar, me uní. Cada estiramiento era como un ritual. Brazos, cuello, piernas, muñecas. El cuerpo despertaba poco a poco, como si también soñara.
—Vamos por tandas —propuso Shizuka—. Hinata conmigo, luego tú contra mí. Luego los dos contra ti.
—Eso último suena injusto. —Edu se rascó la nuca—. ¿Y si mejor todos contra Kenji?
—¡Los escuché! —gritó Kenji desde la esquina del patio.
La risa llenó el aire, y por un momento todo pareció normal.
El primer combate fue entre Shizuka y yo. Usábamos espadas de madera, pero su peso era real. Cada golpe mal dado dolía, y cada distracción se pagaba con un golpe en las costillas. Shizuka no era cruel, pero no era suave. Ella entrenaba como si la vida dependiera de ello. Y quizás, en su corazón, así lo sentía.
Después fue el turno de Edu.
Ahí... el ambiente cambió.
Shizuka adoptó una postura baja, pies separados, mirada firme. Edu solo caminó hasta el centro del patio y giró su vara entre los dedos, como si fuera una rama cualquiera. Pero entonces, de pronto, el aire se volvió... distinto.
No fue algo que se viera, ni que se escuchara. Fue una sensación. Como si todos contuviéramos la respiración sin darnos cuenta. Como si el mundo supiera que iba a pasar algo.
El primer choque fue seco, brutal. Shizuka atacó con velocidad, pero Edu la esquivó como si el viento le hubiera avisado con antelación. La vara se movió, precisa, rápida, y detuvo el segundo ataque sin esfuerzo.
Shizuka retrocedió un paso, sorprendida.
Edu sonrió.
—¿Otra vez?
Esta vez, ella atacó con todo. Estocadas rápidas, golpes circulares, fintas. Edu respondió a todos. No con fuerza, sino con un ritmo casi... natural. Como si supiera dónde estaría cada golpe antes de que ocurriera. No había arrogancia en su postura, ni esfuerzo visible. Sólo una calma extraña. Inquietante.
Kenji dejó de jugar. Azumi salió al patio sin hacer ruido. Mamá se asomó desde la cocina. Papá dejó de escribir.
Todos miraban.
Y yo... sentí miedo.
No de mi hermano. Sino del silencio que lo rodeaba.
El combate terminó cuando Shizuka giró sobre sí misma para un golpe descendente y Edu detuvo su katana de bambú con una sola mano. El impacto resonó como un trueno pequeño, y el polvo del suelo se levantó a sus pies.
Shizuka retrocedió.
—…¿Desde cuándo te mueves así?
Edu alzó los hombros, como si no entendiera la pregunta.
—Desde siempre, creo. Solo... estoy jugando, ¿no?
Papá cruzó los brazos. Mamá no dijo nada.
Zuzu, desde su repisa, bajó las orejas.
Edu me miró entonces. Su sonrisa de siempre estaba ahí. Pero por alguna razón… no podía devolverla. Porque en ese momento, por primera vez, me pregunté si en verdad conocía a mi hermano.
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Cuando el polvo volvió al suelo, nadie habló.
Papá fue el primero en moverse. Caminó lentamente hacia Edu, colocó una mano firme en su hombro, y lo miró sin decir palabra. Luego, con ese tono que usa cuando no quiere asustarnos, dijo:
—Buen control. Pero no olvides por qué entrenamos.
Edu asintió con lentitud, sin quitarle los ojos de encima a Shizuka. No era un gesto desafiante. Era... como si buscara algo en su mirada. Ella, en cambio, lo observaba como si intentara descifrar una palabra escrita en otro idioma.
—¿Vamos a entrenar más o ya gané la gloria eterna? —bromeó él, por fin.
Shizuka bajó su espada de bambú y respiró profundo. Luego asintió con una sonrisa tan leve que solo yo la noté. No era alegría. Era una mezcla entre respeto… y un poco de miedo.
—Has mejorado —dijo.
—Eso es porque tú eres una buena maestra. Aunque un poco... estricta.
Shizuka entrecerró los ojos, y Edu le guiñó uno como respuesta.
—Deberías concentrarte más y flirtear menos —dijo Azumi, apareciendo de la nada con una toalla y una botella de agua.
—¿Eso fue un intento de celos, Azumi? —preguntó él con sonrisa pícara, mientras tomaba la botella.
—Fue un intento de disciplina. Tú siempre confundes las cosas.
—¿Y si las confundo a propósito?
Azumi se giró con elegancia sin responder, pero el leve rubor en sus mejillas no escapó a mi atención. Shizuka fingió que no vio nada, pero sé que lo hizo. Y sé que lo anotó mentalmente para más tarde. Esos dos eran como hermanas con espadas. O más bien, como cuchillos ocultos en bolsillos distintos.
Zuzu saltó al hombro de Edu y le mordió una oreja.
—¡Ay! ¿Otra vez tú?
—Tal vez ella también está celosa —dije desde mi lugar en la sombra del cerezo.
—¿Zuzu? Nah. Ella me ama. Solo tiene una forma violenta de mostrarlo.
Zuzu maulló con un sonido gutural que no se parecía a ningún otro gato. Luego le pisó la cabeza antes de saltar hacia mí, con la cola levantada como bandera.
—Gracias por rescatarme, mi fiel escudera —dije riendo, mientras ella se frotaba contra mi brazo.
—Deberíamos descansar —dijo mamá desde la entrada de la casa—. Luego podemos repasar historia mágica y clasificación de afinidades.
—¡Nooooo! —gritó Kenji tirado boca arriba en el césped—. ¡Prefiero pelear con cinco Zuzus a la vez!
—Cuidado con lo que deseas —dijo Edu mirando a Zuzu con fingido horror—. Ella puede clonarse. A veces me despierto con tres encima.
—Mentira —murmuré, pero no con demasiada seguridad.
Papá volvió al interior sin decir palabra. Mamá se quedó un momento más, observando a Edu con los brazos cruzados. Sus ojos eran cálidos, pero detrás de ellos había una interrogación silenciosa. A veces, mamá no decía lo que pensaba, pero su forma de mirar era más clara que cualquier palabra.
Shizuka recogió su katana de bambú y se marchó sin decir nada. Pero cuando pasó junto a Edu, sus hombros estaban tensos. Como si todavía no supiera si debía confiar en lo que acababa de ver.
Edu me guiñó un ojo y dijo en voz baja:
—¿Crees que hoy gané admiradoras?
—Creo que hoy ganaste preguntas —le respondí.
Él se encogió de hombros. Pero por un instante, sólo por uno, vi algo en sus ojos. No era arrogancia. Era un reflejo. Como si estuviera buscando en su interior una explicación para algo que no entendía del todo.
Nos sentamos bajo el cerezo, mientras las hojas caían perezosas. Zuzu se estiró entre mis piernas, con las patas al aire y los ojos entrecerrados. Kenji se unió poco después, todavía refunfuñando por la "traición" de tener que estudiar.
—Edu, ¿tú qué harías si pudieras elegir tu afinidad? —pregunté, sin mirarlo directamente.
—¿Afinidad mágica?
—Sí.
—Fácil. Magia de comida infinita.
—¡Eso no existe! —Kenji protestó.
—Por eso. Si voy a soñar, que sea en grande.
—Yo quiero magia de fuego —dijo Kenji—. Para lanzar bolas de energía y derretir cosas.
—Yo quiero… ver los hilos del mana —dije sin pensar.
Los dos se quedaron callados.
—¿Los hilos? —preguntó Edu.
—Sí. Como si el mana fueran hilos invisibles conectando todo. Quiero ver cómo fluye. Cómo se rompe. Cómo se cura.
Edu me miró. Esta vez no con burla ni risa. Sino con esa expresión suya rara, cuando se queda callado más tiempo del normal.
—Eres más lista de lo que pareces, ¿lo sabías?
—¡Lo sé! —respondí enseguida, inflando el pecho.
—Aunque a veces hablas como si tuvieras cien años.
—¡Tengo siete!
—Eso lo explica todo.
Nos reímos. Incluso Zuzu pareció ronronear en sincronía.
El sol empezaba a inclinarse, alargando las sombras del patio. Las ramas del cerezo susurraban con el viento. Todo volvía a su cauce. O casi.
Porque dentro de mí, todavía resonaba la forma en que Edu se había movido. La quietud antes del impacto. La mirada de papá. El silencio de mamá. La forma en que Shizuka empuñó más fuerte de lo necesario.
Algo se estaba moviendo. Y aunque nadie lo decía... todos lo sentían.