Baekjoseon, Año del Tigre, Decimonoveno invierno
«Esa noche, el trono comenzó a marchitarse. Y con él, todos los que lo deseaban.»
—Pensamientos del rey Yi Hwan
La nieve no dejaba de caer. Como ceniza blanca de un fuego apagado, se posaba sobre los tejados curvos de la residencia del segundo príncipe Yi Myeong, pintando el mundo en silencio. Era madrugada, y todo el palacio exterior dormía bajo el manto espeso del invierno. Pero en el pabellón central, la luz de los farolillos de papel seguían vivos, temblando tras las celosías.
Yi Myeong no dormía.
Vestido con un hanbok oscuro de lino grueso, ceñido en la cintura por un cinturón bordado con hilos de plata, se encontraba solo en su biblioteca. Sus ojos, rasgados y fríos, rapaces como los de un cuervo hambriento, seguían el movimiento de las sombras que danzaban sobre las columnas. Había pasado la noche en vela, como si presintiera que el equilibrio del mundo estaba a punto de quebrarse.
Sobre una mesa había un tablero de baduk. Las fichas negras y blancas estaban inmóviles en una partida inconclusa. Frente a él, un cuenco con licor de ciruela, aún intacto.
Entonces, los cascos de un caballo rompieron la quietud. Yi Myeong alzó la mirada. Había cierta ansiedad en ellos.
Un sirviente abrió las puertas con premura. La nieve entró como un soplo de espíritu, frío y voraz. Un jinete, cubierto de escarcha, descendió temblando con las piernas entumecidas. El sello del Palacio Real colgaba del cuello de su caballo, brillando con la forma del fénix imperial.
—Wangja... —jadeó el mensajero, cayendo de rodillas en el umbral—. Es… el rey.
Yi Myeong no dijo nada. Extendió una mano, rígida como el acero.
El sirviente tomó la misiva lacrada y la colocó sobre las palmas del príncipe.
Yi Myeong rompió el sello con el pulgar. El papel crujió. La tinta estaba fresca aún, y olía a hierro, a prisa y a conspiración.
“A la atención del Príncipe Real Yi Myeong,
Su Majestad, el Rey Yi Gyeong, ha fallecido esta noche en su cámara privada.
La Corte pronto se preparará para el funeral.
Los miembros del linaje real deberán presentarse ante el Consejo de Ministros en cuanto se anuncie el luto.
Esta misiva es enviada con urgencia, antes de que la noticia se propague por Baekjoseon.
GRIS DEL NORTE.”
Yi Myeong cerró la carta lentamente.
Sus labios permanecieron sellados, pero una sombra se deslizó sobre su rostro como una grieta. Sus ojos —espejos helados— no mostraron emoción alguna. Sin embargo, su mano derecha, la que sostenía la carta, se crispó un instante. Solo eso. Un espasmo que duró menos que un parpadeo.
—¿Ha sido natural? —preguntó al fin, sin levantar la voz.
—No se especifica, alteza… —susurró el mensajero.
Yi Myeong asintió, como si esa omisión hablara más que cualquier palabra. Luego, se volvió, con las manos entrelazadas en la espalda.
Afuera, la nieve seguía cayendo.
—Prepara mi caballo —ordenó al sirviente—. Y dile al escriba que me traiga los registros que le pedí esconder. Y pensó: Veremos qué pretendía ocultar ese viejo astuto.
—¿Los del Gran Consejero Yun?
—Sí. Yi Hwan va a ascender al trono, como se ha dispuesto desde su nacimiento —dijo Yi Myeong, con la voz templada y el filo de una hoja antigua—. Tengo que prepararme si pretendo destronarlo.
El sirviente se inclinó y salió.
Yi Myeong se quedó solo.
Y en lo profundo de su pecho, oculto por la seda y los años, algo se agitaba como un animal dormido. No era tristeza. No era culpa.
Era deseo.
Deseo de poder.
Deseo de lo que se le había negado.
Deseo de un trono que no debía llevar otro nombre.
Yi Myeong tomó por fin la copa de licor y brindó solo, sin levantarla. La dejó vacía de un sorbo.
—El nuevo reinado, entonces… —susurró para sí mismo—. Comienza con sangre.