Cherreads

Los que no saltaron

Pedro_Albarez
14
chs / week
The average realized release rate over the past 30 days is 14 chs / week.
--
NOT RATINGS
803
Views
Synopsis
Sin héroes ni redenciones fáciles, esta es la crónica de dos supervivientes que, al borde de la muerte, encuentran en el otro la chispa que podría darles una nueva razón para vivir está es la historia de dos almas desechas que se apoyan entré si.
VIEW MORE

Chapter 1 - El puente donde los rotos se encuentran

La ciudad no dormía, pero nadie miraba hacia el puente. Ni los autos que pasaban de largo, ni los trenes que rugían a lo lejos. El puente, olvidado entre dos barrios, parecía suspendido en una noche sin final. Llovía apenas, una llovizna fina y constante que mojaba sin ruido.

Álvaro estaba apoyado contra la baranda de hierro oxidado. Sus codos temblaban levemente por el frío, aunque hacía rato que había dejado de sentirlo. Tenía la chaqueta militar empapada, los ojos vacíos, la mandíbula apretada. Había fumado tres cigarrillos sin sentir el gusto. El cuarto se lo tragó la brisa.

Miraba el río oscuro abajo, que corría como si nunca fuera a detenerse. En su bolsillo derecho, Álvaro tenía una carta. En el izquierdo, la medalla que ya no significaba nada. Su cuerpo estaba en el puente. Su mente, en otro continente. En otra época. Donde todo había empezado a morir.

Cuando pensaba dar el paso, escuchó un sonido. Un par de zapatillas mojadas arrastrándose sobre el concreto. Pasos suaves, quebrados. Miró por encima del hombro, con fastidio primero… pero algo en él se tensó al verla.

Era una chica.

Caminaba despacio, como si cada paso le costara voluntad. Tenía un buzo gris demasiado grande para su cuerpo, y unos pantalones rasgados que le colgaban de la cadera. La capucha cubría parte de su rostro, pero lo que se veía ya decía demasiado. Su pelo azul, mojado, pegado a la frente. Su expresión: ausente. Pero lo que más impactaba era la forma en que su cuerpo se movía... como si apenas lo habitara.

La chica llegó al borde del puente, sin mirar a Álvaro, se subió a la baranda mojada, y se quedó parada ahí. Temblando, pero no por frío.

Álvaro no sabía qué decir. No estaba preparado para esto.

—Ey. —gruñó. Su voz salió seca, como si llevara años sin usarla.

Ella no lo miró.

—Andate. —dijo sin emoción, como quien pide que apaguen una luz que molesta.

—No vas a hacer eso. —dijo él, casi sin pensarlo.

—¿Y qué sabés vos? —replicó, sin girarse.

—Porque yo también vine a eso. —Álvaro se acercó un paso, con lentitud—. Pero ahora… ahora no tengo ganas de ver a otra persona hacerlo antes que yo.

Ella rió. Una risa breve, seca, amarga. Se dio vuelta apenas para mirarlo de reojo.

—¿Qué? ¿Te arruiné el momento dramático?

—No. —respondió él, con una media sonrisa torcida—. Lo completaste.

Ella bajó un pie de la baranda. Se sentó, dejando las piernas colgando.

—¿Qué querés, tipo?

—Nada. Supongo que... solo me pareció una mierda morirme viendo esto. Vos ahí, sin historia. Sin que nadie sepa tu nombre.

—¿Querés una historia?

—Sí. Me haría sentir menos invisible.

Ella respiró hondo. No sabía por qué, pero le respondió.

—Me llamo Ana. Tengo 24. El pelo azul no es por moda, es porque… necesitaba una cara distinta para mirarme al espejo sin sentir asco. Fui vendida por mi padrastro cuando tenía 9. No fue un solo tipo. Fueron seis. Uno me golpeaba cada noche. Otro me decía que me amaba mientras me marcaba con cigarrillos. Uno me hizo dormir con una cadena atada al tobillo. No sé cuántos años pasé sintiéndome menos que un objeto. Me escapé a los 17. Desde entonces no tengo nombre fijo. Cambio de barrio cada dos meses. Limpio casas. Cargo bolsas. Respiro cuando puedo. Pero me canso. ¿Sabés? Me canso de pelear todos los días solo para seguir sintiendo dolor.

Álvaro la miró, con los ojos llenos de un respeto silencioso. Se sentó a su lado, también sobre la baranda.

—Álvaro. Veintisiete. Exmilitar. Exhombre. Me mandaron a pelear por razones que nadie supo explicar bien. Vi morir a mis amigos uno a uno. Vi cómo una granada puede borrar una vida en medio segundo. Vi cosas que me siguen visitando cuando cierro los ojos. Volví con un cuerpo arruinado y una cabeza peor. Los que sobrevivimos no estamos vivos. No como antes. Nos volvimos... sombras. Y lo peor es que la gente acá no quiere mirar. Te dan una medalla y te dicen "gracias por tu servicio" y después te cruzan en la calle y bajan la mirada.

—¿Te queda un cigarrillo?

Él sacó un paquete arrugado. Quedaban dos. Le ofreció uno. Ana lo encendió con manos que temblaban.

Fumaron en silencio por casi un minuto.

—¿Por qué azul? —preguntó él, rompiendo el silencio.

—Porque es el único color que no me recordaba a nadie. No a mi madre, no a los hombres que me usaron, no a la sangre. Solo… azul. Como el cielo que nunca miraba. Como el mar que nunca vi.

—¿Y ahora te sentís distinta?

—No. Pero por un rato, cuando me vi en el espejo, no supe quién era. Y eso fue un alivio. —Lo miró—. ¿Y vos? ¿Por qué no saltaste ya?

—Estaba esperando que el agua se oscureciera más. No sé. Me pareció que se merecía una versión más limpia de mí.

Ana lo observó. Lo miró de verdad, como nadie lo había mirado en mucho tiempo.

—¿Querés saber algo raro?

—Decime.

—Desde que te vi, pensé: "otro muerto". Pero ahora… ahora no sé. Hay algo en tu voz. No sos un héroe. No sos bueno. Pero no estás vacío.

—Tampoco estás sola.

—Nunca estuve sola. Solo estuve con los equivocados.

Álvaro bajó la vista. Su voz fue casi un susurro:

—¿Y si tomamos un café?

Ella frunció el ceño.

—¿Qué?

—Un café de mierda. De esos con espuma falsa y nombres ridículos. Para ver si todavía odiamos el sabor de las cosas.

Ana lo pensó. Bajó de la baranda. Se paró frente a él. Y por primera vez, lo miró sin miedo.

—¿Y después?

—Después vemos.

—Está bien.

Caminar

on juntos bajo la lluvia, sin decir más. No se dieron cuenta, pero ninguno volvió a mirar el río.