2001, Roma, Coliseo – Medianoche
Las ruinas del Coliseo no dormían. Incluso bajo la luna romana, las piedras parecían guardar respiraciones antiguas. Ecos de siglos de muerte aún impregnaban las paredes agrietadas, como si los espectros de los gladiadores caminaran aún entre la maleza y los escombros. Cada rincón tenía su historia. Pero esta noche, uno nuevo sería inscrito.
Jean Pierre Polnareff avanzaba con dificultad entre columnas rotas, empujando su silla de ruedas con una mano temblorosa. En la otra, aferraba un maletín cerrado con triple candado de acero. El interior contenía un objeto que podía cambiar el mundo, una pieza divina que no debía caer en manos del demonio que ahora gobernaba desde las sombras: Diavolo.
—Bucciarati... aguanta. Ya casi...
Pero su voz se ahogó en el silencio. Algo cambió en el aire. Un crujido leve. Un peso imperceptible. La presencia de un testigo.
Desde una abertura más arriba, un par de ojos lo seguían desde hacía rato, brillando con la luz pálida del firmamento. Ojos sin tiempo. Ojos de un narrador.
Leo descendió sin ruido, sin emitir una sombra. No caminaba: simplemente estaba, como si el mundo lo hubiera decidido allí, como si el universo se viera obligado a incluirlo en esa escena.
Polnareff lo notó en cuanto su cuerpo cruzó el umbral del corredor curvo.
—¿Quién demonios eres tú?
Sus dedos activaron al instante el reflejo de su Stand: Silver Chariot surgió con su espada desenvainada, su silueta brillando como si cortara la noche en segmentos exactos.
Leo no pestañeó.
—Un extranjero en tu historia. Pero no un enemigo.
Polnareff apretó los dientes.
—Con esa respuesta solo te estás cavando la tumba. ¿Para quién trabajas? ¿Cómo sabes de la Flecha?
—Sé más de ti que tu propio reflejo. Sé que, en otra vida, ofreciste tu cuerpo por esta causa. Que tu alma fue arrastrada por la arena del tiempo… y que hoy estás condenado a morir aquí, en este coliseo, sin que nadie llegue a salvarte.
Los labios de Polnareff se fruncieron con dureza. Silver Chariot dio un paso. La tensión era palpable, y su paciencia, corta.
—No das una sola buena razón para confiar en ti.
—No necesito tu confianza. Solo tu tiempo. Uno o dos minutos bastarán para cambiar la historia.
—¡¿Historia?! ¿Quién eres tú para hablar de eso como si fuera tuya?
Leo alzó la mano, sin agresividad, pero con una autoridad imposible de ignorar.
—Soy quien la ha estado reescribiendo.
Eso fue demasiado. Silver Chariot saltó hacia adelante, y en el mismo instante...
El tiempo se rompió.
No se oyó sonido. No hubo golpe. Solo el vacío absoluto.
King Crimson había sido activado.
Y antes de que la espada pudiera terminar su trayectoria, la hoja negra del Stand del jefe atravesó el cuerpo de Polnareff desde la espalda, saliendo por su abdomen. El maletín cayó con un sonido hueco. La Flecha rodó por los mosaicos como una gota de metal sagrado sin dueño.
Polnareff escupió sangre. Silver Chariot colapsó con él, volviéndose una silueta difusa, como si la luz misma dudara de su existencia.
—Jean Pierre Polnareff… —la voz de Diavolo retumbó como un eco desde el abismo—. Tu tiempo expiró hace años.
Leo observaba desde el umbral, los ojos en sombras, sin siquiera parpadear.
—Tan predecible...
Y entonces lo hizo.
Abrió su mano. The World Over Heaven emergió con fuerza destructiva y divina. Una luz blanca rasgó la escena.
—Se acabó.
Bites the Dust, ahora bajo su control absoluto, no fue simplemente activado.
Fue modificado.
Un campo de narración fractal se extendió desde la palma de Leo, torciendo la línea temporal como si arrancara las hebras de un telar antiguo.
[Comando del sistema: Reinicio selectivo activado.]
[Excepción creada: Jean Pierre Polnareff conservará sus recuerdos.]
[Condición aplicada: Borrado de Diavolo de la línea anterior.]
Todo colapsó.
El Coliseo se apagó.
El tiempo mismo se desmoronó sobre sí.
Y luego, como un relámpago que nunca había caído, la escena se reinició.
La silla de ruedas estaba de nuevo junto al arco en ruinas. La Flecha estaba en el maletín. Polnareff respiraba, sudando frío.
Leo apareció a pocos pasos, esta vez con las manos atrás.
Polnareff gritó de inmediato:
—¡Tú... tú me viste morir! ¿Qué hiciste?!
Leo se acercó lentamente. Su voz era una cuchilla poética envuelta en terciopelo:
—Salvé tu muerte de sí misma. Y a ti, de tu repetición.
Polnareff temblaba. Recordaba. Todo. Incluso el filo entrando en su carne.
—Eso fue... un poder de tiempo... ¿Cómo es que aún estoy vivo?
Leo se arrodilló frente a él, en un gesto solemne.
—Porque necesitaba que escucharas. Y la muerte es un mal educador.
La mirada de Polnareff no podía comprenderlo, pero su cuerpo le creía.
Lisa Lisa apareció desde el fondo, deslizándose entre las sombras como una serpiente de seda. Sus ojos recorrieron a ambos hombres, analizando lo invisible.
—¿Cuántas veces más planeas romper las reglas?
Leo giró apenas su cabeza hacia ella. Sonrió, por primera vez.
—Solo las necesarias.
En la distancia, Diavolo se tocó el pecho. Algo le palpitaba, como una página arrancada que no recordaba haber leído. Una ansiedad que no reconocía, pero que presagiaba su ruina.
Y desde los muros del Coliseo, el eco de un destino reescrito comenzó a retumbar como el anuncio del final.