Al otro lado del mundo, mientras la Casa Hoshino dormía bajo el amparo de la luna, los ecos de la grieta invisible continuaban su silenciosa propagación, viajando a través del aire, el suelo y las corrientes sutiles que solo los sabios y los sensibles sabían leer.
Desde lo alto de las torres de granito de Caelvaria, capital del Reino de la Montaña Eterna, el gran observador astral Thornak del Martillo Blanco vigilaba el cielo desde su torre construida con roca volcánica y cuarzo resonante. Su barba trenzada y sus ojos dorados, típicos de los enanos antiguos, reflejaban la preocupación que hasta las estrellas parecían murmurar.
La Sala del Eco estaba encendida con luz azulada. Cuarzos en espiral vibraban levemente, sintonizados con los cantos minerales del corazón de la montaña. Allí, los ancianos se habían reunido tras sentir una alteración repentina en los flujos subterráneos. El consejo no se reunía de noche salvo por señales que hablaban de épocas antiguas o peligros por venir.
—Los cristales madre han comenzado a entonar el canto del fin dormido —susurró uno de los sabios, mientras sus dedos seguían el patrón de runas talladas siglos atrás. Nadie respondió, pero todos sabían lo que eso significaba. El equilibrio profundo de las venas del mundo se había alterado.
En las costas iridiscentes del Reino del Agua y el Coral, la ciudad sumergida de Anuyari despertó a medianoche con un estremecimiento. No fue un terremoto, ni una corriente alterada: fue un llamado. Los oráculos, ligados por un antiguo pacto de sangre a los océanos, abrieron los ojos al mismo tiempo, empapados en una visión compartida. Vieron un círculo fragmentado en nueve partes, flotando sobre la palma abierta de un niño que no conocían. Su rostro era una mancha de luz y sombra. Su mirada, insondable.
—El Fragmento del Origen ha respirado —dijo la sacerdotisa Ka'ehla al salir del Templo de los Brazos del Mar—. Y con él, los demás comienzan a inquietarse.
En el Reino Carmesí, donde la noche parecía una criatura viva, las cúpulas de obsidiana de la Catedral del Susurro reflejaban el brillo de una luna velada. Las campanas no sonaban desde hacía generaciones. Aquel que habitaba las criptas más profundas —el mismo que nunca dormía— alzó una copa vacía. Nadie se encontraba en el santuario, y sin embargo habló:
—Ya comienza…
Su voz se perdió entre las paredes carmesíes, pero el eco viajó más allá, como si supiera a dónde debía ir.
En esos rincones ocultos del mundo, donde el tiempo es distinto, donde lo visible y lo invisible se entrelazan, algunos sabían que el susurro no era casualidad. Era una advertencia. Un despertar. El principio de algo que los antiguos habían sellado con lágrimas, sangre y luz.
No todos sabían nombrarlo. Pero todos lo sentían.
Y tú, lector… tú también lo sientes, ¿verdad?
Esa sensación de que algo está cambiando. Que lo conocido se vuelve tenue. Que los sueños ya no son solo sueños, y que los símbolos que aparecen en las historias… también viven en tu memoria.
Tal vez no lo recuerdes con claridad. Tal vez solo sea una sensación detrás del pecho. Un escalofrío breve. Un parpadeo en mitad de la noche.
Pero si has llegado hasta aquí… no es por casualidad.
Quizás porque parte de ti… también es un fragmento esperando despertar.
Y esta historia, poco a poco, comenzará a hablarte en un idioma antiguo. No solo de nombres ni de linajes. Sino del eco de un mundo… que una vez también fue tuyo.
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El cielo se descabrajo por una tormenta en todas las naciones de kōnran, la tormenta rugía como si el mundo entero fuera arrastrado por un diluvio de ira divina. Cada trueno no era solo un estruendo: era el lamento de un dios olvidado, una grieta sonora que hendía el cielo y resonaba hasta en los huesos. El viento aullaba como una bestia herida, sacudiendo árboles, golpeando ventanas, retorciendo puertas. Y la lluvia, pesada como el juicio, se estrellaba sin clemencia contra el techo de la casa, queriendo entrar, queriendo contar algo. Algo antiguo. Algo que el mundo había enterrado demasiado hondo.
Y entre ese estruendo, yo dormía.
Dormía, pero no descansaba.
La oscuridad me envolvió con una suavidad engañosa. No era una noche cualquiera. No era un sueño común. Era una caída sin fin, un descenso al abismo del tiempo, donde el pasado y el futuro se entrelazaban como serpientes danzando en espiral.
Estaba sola, de pie sobre un campo de ruinas suspendidas en el aire. Fragmentos de tierra flotaban como islas rotas, y entre ellas caían lentamente miles de pétalos negros. El cielo estaba desgarrado en franjas rojas y doradas, como si hubiese sido abierto a la fuerza. El aire olía a hierro, a humo, a final. A muerte.
A lo lejos, una batalla se libraba. No podía ver detalles, solo siluetas: figuras aladas envueltas en luz, cruzando espadas contra formas que parecían hechas de sombra líquida. Los gritos de los combatientes eran mudos, como si la guerra se librara en un plano donde el sonido no existía. Pero yo los sentía. Sentía cada golpe, cada ruptura, cada clamor.
En el centro del campo de batalla, dos figuras destacaban. Una, de alas blancas como el primer día, sin rostro, irradiaba una pureza hiriente. La otra… era oscuridad condensada. Su cuerpo no tenía bordes fijos. Su forma cambiaba, fluctuaba, respiraba furia. Solo sus ojos permanecían constantes: dos brasas rojas ardiendo con una intensidad que dolía.
No sabía quiénes eran. No entendía por qué me temblaban las piernas solo con verlos. Pero había algo en esa figura oscura… algo familiar. No en su forma, sino en la sensación. Una vibración que me atravesaba el pecho, un eco que me resultaba insoportablemente cercano.
La figura oscura avanzó, soltando un rugido que hizo temblar todo el sueño. Las islas flotantes se fragmentaron, el cielo se partió más aún, y yo… yo caí de rodillas. Tapé mis oídos, pero el grito estaba dentro de mí. No era solo un alarido: era una llamada. Era un adiós. Era un "lo siento" que atravesaba dimensiones.
Y entonces, en medio del colapso, escuché mi nombre:
—Hinata…
No en voz alta. No desde fuera. Era una vibración íntima, como si mis huesos se llamaran a sí mismos.
—Hinata…
Vi la silueta blanca arrodillarse. Vi la figura oscura levantar su brazo envuelto en cadenas que ardían con fuego carmesí. Un último golpe. Un destello. Y luego, silencio. Un silencio tan absoluto que me dolió más que el grito anterior.
Todo se congeló.
Y entonces sentí calor.
—Hinata…
Desperté con un jadeo. Mis pulmones se vaciaron con violencia. El cuarto estaba bañado en sombras densas, pero no en silencio. La tormenta aún bramaba, pero ahora parecía lejana. Como si mi corazón fuera más ruidoso.
Parpadeé. Sentí que algo tiraba de mí. Y vi a mi hermano.
—Te movías mucho —dijo Edu, con voz baja, casi rota—. Vine a ver si estabas bien.
Quise responder. Pero un relámpago rompió la oscuridad, y por un segundo… ya no era él.
Sus ojos. Eran los mismos del sueño.
Rojos. Vacíos. Abiertos como si contuvieran siglos.
Su cuerpo seguía siendo Edu. Su presencia… no. Era otra cosa. Como si algo lo reemplazara en cada parpadeo.
Y entonces, parpadeé.
Y era Edu otra vez. Mirándome, preocupado. Cálido. Real.
Me lancé a sus brazos. Lo abracé con fuerza. No quería que se desvaneciera. No quería que el sueño ganara.
Pero aún lo sentía.
La figura sin rostro. El grito. La sangre que no vi, pero que empapaba el aire de aquel otro mundo.
Esa noche no volví a dormir. Y cuando cerré los ojos, no fue para descansar.
Fue para no olvidar.
Porque hay sueños que son advertencias,
ecos de lo que ya está escrito.
Y yo… ya lo escuché rugir.