El sonido de las hojas agitadas se mezclaba con los zumbidos distantes de los insectos que despertaban bajo la calidez del sol matutino. El entrenamiento había terminado, pero las sensaciones quedaban flotando en el aire como un vapor invisible: el sudor en la frente, la respiración pesada, el leve temblor en los músculos tras la tensión.
Mientras Edu recogía las espadas de práctica, me detuve a observarlo desde la sombra del cerezo. Su espalda mostraba un temple que no tenía hace un año, sus hombros estaban más firmes, su centro de gravedad más estable. Era pequeño aún... pero esa pequeña silueta ocultaba algo grande. Algo que asomaba como un rugido contenido.
—¿Estás pensando en mí, Shizu? —preguntó de pronto, girándose con una ceja alzada.
—Estoy pensando en si deberías correr cinco vueltas al jardín para enfriar ese ego —respondí.
Él rió y me lanzó una rama caída a modo de respuesta. Zuzu la atrapó antes de que me golpeara, como si la escena formara parte de su rutina. La gata la soltó y se sentó justo entre nosotros, con el aire de quien vigila a dos niños que podrían estropear el mundo si no se controlan.
Nos sentamos en la piedra más grande del jardín lateral, donde a veces la señora Sakura tomaba el té en las tardes de otoño. Desde allí se podía ver la cocina a través de la ventana, donde ahora Azumi se movía con ritmo diligente.
—¿Has hablado con el señor Ibuki sobre lo del Bosque Carmesí? —pregunté tras unos segundos.
Edu bajó la vista. Su sonrisa seguía ahí, pero era distinta. Menos luminosa.
—No. Mamá dice que papá está esperando noticias... Pero que probablemente no nos lo diga hasta que esté seguro.
—No me refería a eso. Me refería a lo que te contaron... sobre los fragmentos.
Lo vi encogerse apenas.
—No sé si me lo contaron todo. Pero sé que es importante. Mamá y papá creen que aún no estoy listo. —Su voz fue un susurro esta vez—. A veces escucho cosas... en los pasillos. Conversaciones. Frases sueltas. Hinata... también los ha oído.
—¿Y qué crees tú?
Edu miró el cielo.
—Que hay algo muy antiguo... dentro del mundo. Algo que tiembla cuando dormimos. No lo sé con palabras. Pero... a veces lo siento. Como si las cosas fueran a cambiar, aunque no sepamos cuándo.
Me quedé en silencio. El viento sopló con más fuerza y las ramas del cerezo crujieron. Un pétalo cayó en su cabello. Zuzu maulló, como si le molestara ese instante de pausa.
—No importa lo que venga —dije—. Mientras te mantengas así... mientras no olvides quién eres...
—¿Así de travieso?
—Así de valiente. Aunque te hagas el idiota.
—¿Aunque te coquetee todos los días?
—Incluso aunque eso. Pero no abuses de mi paciencia.
Él sonrió. De nuevo con el brillo cálido de siempre.
La puerta de la casa se abrió y escuchamos a mamá —a la señora Sakura— llamarnos para el almuerzo. Su voz tenía ese tono dulce que solo usaba cuando no estaba preocupada. Lo que era un alivio, aunque breve.
—Vamos antes de que Azumi se coma todo —dije, levantándome.
—¿Crees que si le digo que soñé con ella me dé doble ración?
—Tal vez si lo dices con menos babas.
—¡Shizuka, eres cruel!
Zuzu nos siguió de cerca, meneando la cola con un ritmo burlón. El sol comenzaba a girar sobre su cenit, y el aire traía olor a jengibre, a arroz cocido y al rumor de las historias que estaban por escribirse, aunque aún no lo supiéramos.
Y en algún rincón de mi pecho, algo se agitó. Una intuición. Una sombra pequeña que susurraba que algo cambiaría pronto. No por los fragmentos. No por el bosque. Por Edu.
Algo dentro de él estaba creciendo.
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Regresamos a la casa entre risas y falsas quejas de Edu sobre su entrenamiento injusto. Zuzu corría delante de nosotros como si conociera el camino del almuerzo mejor que nadie, saltando ágil entre los escalones de piedra. Al cruzar el umbral, el olor a arroz recién hecho, verduras salteadas y jengibre nos recibió como una caricia cálida.
En la cocina, Azumi se movía con destreza, terminando de servir los platos. La señora Sakura ajustaba los manteles con una precisión elegante, como si el almuerzo fuera un ritual sagrado, no solo una comida. El señor Ibuki estaba en la sala contigua, revisando algunos pergaminos con gesto preocupado.
—Tienes salsa en la mejilla, señora Sakura —dije con una sonrisa discreta.
—¿Otra vez? —Sakura rió suavemente mientras se limpiaba—. Esto pasa cuando Edu intenta robarme la cuchara.
—¡No fue robo! Fue una redistribución estratégica de recursos culinarios —dijo Edu mientras tomaba asiento como si acabara de salvar al reino.
—Redistribuir sería si hubieras dejado algo para los demás —replicó Azumi.
—¡Azumi! Pensé que estabas de mi lado.
—Lo estaba hasta que te comiste mi bollo de ciruela la semana pasada.
Las risas se expandieron como un eco suave. Incluso el señor Ibuki, sin apartar la vista de sus pergaminos, esbozó una sonrisa leve.
Durante la comida, Hinata permanecía más callada de lo usual. Se notaba atenta, sus ojos saltaban de un rostro a otro como si buscara algo. No era tristeza. Era más bien... anticipación.
—¿Te encuentras bien, pequeña? —preguntó el señor Ibuki al notar su silencio.
—Sí, padre —respondió con una sonrisa tímida—. Solo estaba pensando en lo que hablamos la otra noche.
—¿Sobre los sueños? —intervino Sakura.
Hinata asintió y bajó la mirada.
Edu se inclinó ligeramente hacia ella y le revolvió el cabello.
—Si vuelves a soñar con monstruos, me los traes. Les enseñaré lo que es pelear con un Hoshino —dijo con fingida arrogancia.
—Edu... —dije, y él me lanzó una mirada divertida.
—¿Qué? Estoy siendo un buen hermano mayor.
—Tal vez deberías ser un hermano menos ruidoso —murmuró Azumi desde la cocina.
Las bromas continuaron, pero noté que la señora Sakura miraba a Hinata con más atención de lo habitual. Su expresión estaba envuelta en ternura, pero sus ojos también llevaban un matiz de preocupación silenciosa.
Después del almuerzo, mientras recogíamos la mesa, noté a Edu detenerse un instante. Sus dedos se quedaron flotando sobre el borde del cuenco, como si hubiera olvidado qué hacía. Sus ojos se perdieron en un punto más allá de la ventana.
—¿Todo bien, Edu? —pregunté, acercándome.
Él parpadeó y me miró, sonriendo de nuevo.
—Sí. Solo pensé que... por un segundo, sentí algo raro. Como si alguien me observara desde lejos.
—¿Desde la ventana?
—No. Más lejos. Como desde... el cielo.
Me estremecí. No por sus palabras. Sino por el tono. Había sido tan natural. Tan seguro. Y, sin embargo, no era algo que un niño diría sin razón.
Zuzu, como si entendiera, se frotó contra su pierna. Edu la acarició, pero su mirada seguía siendo distante.
—Tal vez deberías descansar un poco —sugerí.
—Tal vez. Pero primero... quiero ir a ver el patio. Solo un rato.
Asentí, aunque por dentro sentía un leve temblor en el pecho.
Edu no era un niño común.
Y algo —aún sin forma— comenzaba a despertar dentro de él.
No era peligro. No todavía.
Pero era... distinto.
Algo se acercaba. No lo sabíamos con certeza. Pero lo sentíamos.
Como cuando el aire cambia justo antes de una tormenta.
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La tarde había comenzado a deslizarse con una tranquilidad engañosa. Tras el almuerzo, el jardín recobraba su silencio habitual. El murmullo de los insectos se mezclaba con el golpeteo ocasional de las ramas agitadas por la brisa, y en ese murmullo había algo parecido a un suspiro del mundo.
Me senté en la banca de madera junto al cerezo, observando a Edu en la distancia. No entrenaba. Solo estaba allí, de pie, mirando al cielo como si buscara una respuesta entre las nubes. Su silueta parecía más alta, más firme. Y sin embargo, en su quietud, había algo que no terminaba de encajar.
—Se ha quedado quieto por varios minutos —dije al notar la figura que se acercaba. Era Azumi, con una toalla en las manos.
—No lo había visto tan callado desde aquella vez que se perdió en el bosque y regresó cubierto de lodo... diciendo que había domesticado una rana gigante —dijo ella, sonriendo.
—Lo recuerdo —respondí con una sonrisa ladeada—. Y la rana no estaba domesticada. Nos robó tres huevos esa mañana.
Reímos suavemente, pero no quitamos los ojos de Edu.
Zuzu se había recostado cerca de él, en el borde del sendero, vigilante. Con su cuerpo estirado y orejas erguidas, parecía una estatua felina esculpida para proteger un secreto.
—¿Notaste algo extraño durante el entrenamiento? —preguntó de pronto la voz cálida y firme de la señora Sakura, quien se acercó sin que la oyéramos llegar. Se sentó a mi lado con elegancia, las manos cruzadas sobre el regazo.
—Sí, señora Sakura —respondí sin dudar—. Su concentración fue distinta. Más intensa. Como si algo en su interior... se encendiera sin previo aviso. Pero también lo vi dudar. Como si él mismo no supiera de dónde venía esa fuerza.
La señora Sakura asintió despacio, pero sus ojos estaban fijos en Edu. No había juicio en su mirada, solo un pensamiento profundo, una especie de cálculo emocional que no podía descifrar.
—Eso concuerda con lo que Hinata dijo esta mañana —murmuró para sí misma.
—¿Sobre sus sueños? —preguntó Azumi.
Ella no respondió de inmediato. El silencio fue su única afirmación.
—¿Usted cree que algo se aproxima? —me atreví a preguntar.
—Creo... —dijo, aún sin apartar la vista de su hijo— que las respuestas llegarán más pronto de lo que creemos. Y cuando lo hagan, no podremos ignorarlas.
Hubo un instante en que el viento sopló más fuerte, agitando las ramas del cerezo. Un puñado de pétalos cayó sobre nosotros con suavidad.
Edu aún estaba allí, inmóvil, con los ojos perdidos en el cielo.
La señora Sakura permanecía callada, demasiado quieta.
Quise preguntar qué estaba pensando. Qué temía. Qué recuerdos se agitaban detrás de sus pupilas mientras observaba a su hijo con ese brillo melancólico.
Pero no dije nada.
Porque en el fondo, temí que ella tampoco supiera cómo ponerlo en palabras.
Y así, con la última hoja cayendo entre nuestras rodillas, terminó la tarde.
Con una madre en silencio.
Y una pregunta que aún no me atrevía a hacer.