El sol comenzaba a ocultarse detrás del muro oeste de la propiedad, tiñendo todo con ese tono entre naranja y miel que hace que el tiempo se vuelva más lento. El canto de los pájaros cambiaba, como si incluso ellos supieran que el día estaba dejando de ser día. Zuzu bostezó con un sonido entre humano y demonio, y se estiró en el regazo de Kenji, que ya cabeceaba como si tuviera un gato sobre la cara y no encima de las piernas.
Shizuka no volvió a aparecer, pero su sombra seguía ahí. La forma en que se había ido, el modo en que sus pasos resonaban en la madera… era como si hubiese dejado atrás un eco que aún se negaba a irse. Y mamá, desde la cocina, tampoco hablaba. Sólo cocinaba. Pero el sonido de la olla de barro hirviendo no ocultaba el silencio de sus pensamientos.
Papá tampoco había vuelto al comedor. Seguramente estaba leyendo algo en el estudio, pero cuando Edu se levantó del patio y entró con la vara apoyada en la espalda, sentí que todos los hilos del día se tensaban.
—¿A qué hora entrenamos con magia? —preguntó Kenji desde su semisueño.
Edu respondió sin mirarlo, como si supiera que él lo oiría igual:
—Después de cenar. Cuando el mundo está más callado.
Me estremecí. No sabía si era por el viento que soplaba entre los rosales, o por la forma en que Edu había dicho "cuando el mundo está más callado", como si esperara algo de ese silencio.
—Yo quiero practicar con el agua —dije, buscando recuperar la ligereza—. Como mamá.
—¿Tú también te quieres volver insoportable con las lluvias? —dijo Edu con una sonrisa.
—¡Mamá no es insoportable! —respondí.
—Claro que no —se corrigió él, dejando la vara en la entrada—. Es... imparable.
Nos fuimos a lavar antes de cenar. Edu me soltó el cabello con una suavidad que no le conocía. Me peinó con las manos mojadas y lo ató con una cinta blanca, la misma que me había regalado el día que cumplí cinco. Dijo que era un "símbolo de que no ibas a dejar que te dominen ni los sueños ni las pesadillas". Pero esa noche, cuando lo dijo, no sonaba como una frase bonita. Sonaba como una advertencia.
—¿Y si sueño de nuevo? —le pregunté, mirando mi reflejo en la palangana.
—Entonces estaré ahí otra vez para despertarte —dijo él, sin dudar.
—Pero... ¿y si no puedes?
—Entonces Zuzu lo hará.
Zuzu maulló desde la ventana como si hubiera entendido.
Después, ya en la mesa, Azumi y Shizuka trajeron la cena. Sopa de arroz con verduras dulces y algo de pescado seco que papá había conseguido en el mercado. Shizuka tenía la mirada más baja que de costumbre, pero seguía siendo ella. Firme. Precisa. Solo que más... contenida. Como si su alma estuviera parada en la puerta de algo que no se atrevía a cruzar.
Ibuki llegó tarde. Llevaba una carta entre los dedos. Una de esas cartas que no tienen buen olor. El papel no estaba sucio, pero algo en él parecía enfermo. No dijo nada. Sólo la guardó en su túnica, se sentó, y comió en silencio. Mamá tampoco preguntó. Lo cual era extraño. Porque mamá siempre pregunta.
Durante la comida hablamos poco. Kenji hizo chistes, pero eran medio dormidos. Yo también. Edu observaba. No hablaba. No con palabras. Sólo con los ojos.
Y fue entonces, en ese momento donde casi nadie decía nada, cuando me fijé en algo más.
Zuzu no miraba a Edu como lo miraba antes.
Estaba sentada, con el lomo erguido, los bigotes tiesos, y los ojos... fijos. Como si viera algo que nosotros no podíamos ver. Como si ese "algo" estuviera dentro de mi hermano. Muy dentro.
Quise preguntar. Pero no lo hice.
Porque, por primera vez, no quise saber la respuesta.
---
Esa noche, el viento golpeaba las ventanas como si viniera de un mundo más allá del bosque. No era una tormenta. Era más bien una presencia. Como si el aire recordara algo que nosotros habíamos olvidado.
Me acosté temprano, pero no dormí. Zuzu estaba acurrucada a mis pies, aunque no ronroneaba. Sus orejas se movían a cada crujido de la madera, a cada aullido lejano. La miré, esperando encontrar consuelo en su mirada, pero solo vi alerta. Silencio contenido.
Edu había pasado a decir buenas noches con su sonrisa habitual, pero sus ojos... no eran los mismos que hace unos meses. Antes brillaban como fuego alegre. Ahora brillaban como brasas tapadas con ceniza. Un calor que no se veía pero que seguía ardiendo por dentro.
Papá y mamá se quedaron en la sala hablando bajo, demasiado bajo. Y Shizuka pasó dos veces por el pasillo sin razón aparente. La tercera vez, le oí decirle algo a Azumi:
—¿Desde cuándo Edu puede moverse así?
Y Azumi respondió:
—Desde que comenzó a leer esos pergaminos escondidos en la biblioteca del abuelo.
Sentí un escalofrío.
Cerré los ojos.
Pero el sueño no vino de inmediato.
En su lugar, el recuerdo volvió: el primer grito. El que me despertó días atrás. La sombra de mi hermano cruzando el pasillo, entrando a mi habitación. Su voz calmada. Su calor. Su promesa silenciosa.
Y sin embargo… había algo más.
Una imagen borrosa, como un reflejo que el agua se niega a mostrar del todo.
En mi sueño más reciente —que no conté a nadie—, no era Edu quien me despertaba.
Era alguien que llevaba su forma.
Pero no era él.
No del todo.
Ese alguien caminaba entre montañas oscuras, cubierto de heridas, con los pies descalzos y la mirada perdida. A su alrededor, el mundo se derrumbaba como vidrio. Y cuando por fin se volteaba hacia mí, no decía mi nombre. Decía:
—El fragmento ha regresado. Pero el mundo no está listo para lo que trajo consigo.
Y desperté con la garganta seca y las sábanas empapadas en sudor.
Me senté en la cama. Zuzu me miró. Y por primera vez, no bajó la cabeza para dormirse.
Se quedó despierta.
Como si ella también esperara algo.
Me levanté, caminé hasta la ventana y la abrí un poco. El aire entró frío, pero no incómodo. Olía a pino, a tierra húmeda, a recuerdos escondidos bajo la corteza del bosque. Y allá, más allá de todo lo que podía ver, sentí que algo se movía. Algo viejo. Algo que me conocía antes de que yo existiera.
No lloré.
Solo me abracé las piernas y cerré los ojos otra vez.
Sabía que, si soñaba de nuevo, él vendría.
Pero en el fondo... tenía miedo de que no lo hiciera.
---
( Narrado por Shizuka).
El amanecer no fue distinto al de otros días, pero yo sí lo fui. Desperté antes de que el primer rayo tocara las cortinas de la habitación compartida con Azumi. No porque tuviera algo pendiente... sino porque no había podido dormir.
Había algo que no dejaba de repetir en mi mente: la forma en que se movió.
Edu.
No era la fuerza. Ya lo sabía fuerte. No era la velocidad. Llevaba meses afinándola. Era otra cosa. Algo que se deslizaba bajo la piel, que le temblaba en las pupilas. Como si su cuerpo hubiese reaccionado antes de su mente, como si obedeciera a un instinto… que no era del todo humano.
Me senté sobre el futón sin hacer ruido. Azumi aún dormía, respirando con esa cadencia tranquila que solo ella conserva incluso en medio de una tormenta. A veces me preguntaba cómo lo lograba. Cómo podía moverse con tanta firmeza en la casa, como si no hubiese nunca duda en ella. Yo no tenía esa paz.
Me vestí despacio. Tomé mi espada —la real, no la de práctica— y salí a la terraza lateral. El rocío de la madrugada seguía intacto. No había sido pisado. Aún.
Desenvainé. Cerré los ojos. Y corté el aire.
No era un corte para matar. Era uno para recordar.
Uno que repetía desde que tenía ocho años. Un kata silencioso que mi maestro me enseñó, antes de que todo lo que conocía dejara de existir.
Mi familia fue aniquilada por una bestia. Una que no tenía nombre. Solo garras y odio. Yo la vi. Sobreviví. Pero la forma en que Edu se movió ayer… me hizo recordar ese instante. No por miedo. Sino por una verdad que no quería aceptar: solo alguien que ha estado cara a cara con la muerte puede moverse así.
Y Edu… aún no debería saber eso.
Giré sobre mí misma, la espada bailando entre mis dedos. Firme. Precisa. Como un trazo sobre papel de arroz. Pero dentro de mí, el pulso no era sereno.
Aquel chico que sonríe con desparpajo y coquetea con todo lo que respira... no debería tener esa mirada. Esa que vi brevemente cuando se detuvo frente a mí. Una mirada que se asemejaba demasiado a la de un guerrero.
No. A la de un sobreviviente.
Guardé la katana. El viento olía a ciruela y a tierra mojada. El sol apenas despuntaba, y ya el cielo prometía un día despejado.
Caminé al pozo para lavarme el rostro. Cuando terminé, Azumi ya estaba en la cocina. Como siempre.
—¿No dormiste bien? —preguntó sin voltear.
—No.
—¿Por lo de ayer?
Asentí. Aunque no necesitaba hacerlo. Ella siempre sabía.
—Edu está cambiando —dije.
—Los niños crecen, Shizuka.
—No de esa manera.
Azumi dejó de picar el nabo blanco y me miró por fin. Sus ojos eran serenos, pero detrás de ellos vivía una muralla que ni siquiera yo podía cruzar.
—¿Lo dices por cómo peleó?
—Por cómo miró.
Ella volvió a la tabla. Sus manos nunca dejaban de moverse.
—He notado lo mismo. Lo vi hace semanas… cuando rompió el sello del libro prohibido del ala este. No lo leyó. Solo lo miró. Pero sus ojos… parecían recordar algo.
—¿Y qué dijo Ibuki?
—Nada. Lo guardó.
Nos quedamos en silencio. Sólo el cuchillo sobre la madera rompía el aire. Sonaba como un reloj de arena que se escurre gota a gota.
—¿Tienes miedo de él? —preguntó ella al cabo de un rato.
Negué con lentitud.
—No. Pero sí tengo miedo de lo que puede estar despertando en él. Y de que él no lo note a tiempo.
Azumi dejó el cuchillo. Se limpió las manos, me miró de frente, y dijo:
—Entonces protégelo. Como haces con Hinata y Kenji. Como haces conmigo.
Sentí que algo se soltaba en mi pecho. Como un nudo pequeño. No doloroso. Pero persistente.
—No soy su hermana.
—Pero vives con él. Lo entrenas. Lo cuidas. Y aunque no lo digas, lo admiras.
Me reí sin humor.
—¿También vas a decir que me gusta?
—No. Porque tú no sabes aún lo que eso significa. Pero él… él sí lo sabe. Y eso es lo que te desarma.
El silencio volvió.
Me senté junto al fuego y miré las brasas, como si pudiera ver en ellas el futuro. Vi sombras. Y en el centro, los ojos de Edu. No como son ahora. Sino como los de un adulto. Uno que ha visto cosas que un niño no debería ver.
Me prometí, mientras el arroz empezaba a hervir, que lo protegería. De lo que venga. De lo que surja dentro de él. Y de sí mismo, si es necesario.
Porque los guerreros no sólo cortan enemigos.
También cortan el destino… si aprenden a sostener el filo sin romperse.